sábado, 24 de julio de 2010

Viajero sin destino



Cogí mi barca y me fui. Buscaba la Atlántida, Ítaca o Macondo, lugares idílicos que habitaban en mi mente, que aún no sé siquiera si existen.

Cogí mi barca y me fui. Huía, no sé de qué -ni de quién- pero buscaba con anhelo aquello que se esconde al otro lado del horizonte, donde no llegan las miradas.

A veces optaba por nadar, necesitaba que la mar y el salitre purificaran cada poro de mi cuerpo. A ratos, en cambio, prefería que la proa de mi embarcación rompiera con fuerza cada ola que se cruzaba en nuestro destino, el cual era incierto.

Huía, repito, y aún no sé por qué. Apático, quizás, por una sociedad errante o un ego dubitativo.

Por un mundo dominado por rateros y mentirosos, que consiguieron que aborreciera la figura heroica del ladrón, esa que tanto alabé.

Una ciudad sencilla, dormida, con una farsante por alcalde. Capaz de cambiar cada verano de discurso. Presumiendo un año sobre la construcción de un puente ficticio y exigiendo -al siguiente- que sus vasallos se movilicen, pues dicho proyecto faraónico no era de su competencia, sino del enemigo. Hipócrita, en definitiva.

Por ello huía. Llenaba mis ojos de infinitos atardeceres, siempre rodeado de agua salada. Una estampa que, sin duda, era más sincera que cualquiera vista anteriormente en tierra.
Me fui por culpa de un planeta donde el esclavismo se esconde bajo el nombre de neoliberalismo, paralelismo que disfraza la magnitud del capitalismo, el cual nos metió en la crisis y saldrá de ella reforzado.

Un Gobierno de derechas que escupe en el significado de las palabras obrero y socialista. Populares vacíos en cuanto contenido, pero impregnado y rebosantes de odio y hambre de poder. Y una izquierda que por desgracia no sé si actualmente existe. Una izquierda que me engañó, que me dijo estar unida cuando todo era mentira. Ocultó su falta de ambición bajo la apatía del pueblo y -aún hoy- sigue ligada a corruptos sindicatos, en lugar de gritar: “a las armas camarada”, que aquel Mayo del 68 no nos queda tan lejos. Frustración que tardaré en superar.

Pero a quién quiero engañar, no escapé por ellos, pues no siento miedo, sino odio. Y precisamente esa amarga sensación de ridículo sentimiento, ese repulsivo sabor a rabia fue la que me empujó a la mar.

La percepción de vacío que inundaba cada noche mi cabeza, que me golpeaba y me recordaba un futuro incierto. Mi historia cambió y no volverá el tiempo que anhelo.
La realidad tiene forma de lobo y los inútiles como yo capaces de dañar –con intención o sin ella- a las personas que le importan no tienen futuro ahí fuera.

Apáticos ilustrados que intentamos limpiar la conciencia y pecados con un artículo de opinión, creyendo –encima- que por escribir unas líneas ya hemos cumplido con nuestra gente y nuestra alma. Tan hipócritas como ellos.

Por todo ésto huí, y volvería a hacerlo, sino fuera porque cuando llegué con mi barca a aquel destino no me esperaba Macondo. Sólo había un ordenador, sobre una mesa, donde redacté una hoja. Página que será leída por pocos, valorada por menos y entendida por nadie. A pesar de que en ella no deposité mis ideales, sino mi vida.