domingo, 26 de diciembre de 2010

Su barrio, Baker Street



Al salir de mi habitación contemplé su cuerpo dormido en la butaca. Era tarde, de noche. Su cabello poblado lucía unas canas irreconocibles. Me detuve. Lentamente le arropé con mi manta, mientras rogaba que no la visitara el tiempo ni las horas, pues no quería perderme ni un segundo de su vejez.

Abrí la puerta sin abrocharme el último botón de mi abrigo. En la ventana la estampa de mi infancia, la que contemplé de niño cuando cenaba de madrugaba. La vista que me acompañaba al soñar con mi futuro.

Paseé por las calles que no aparecen en ningún libro. Los escalones de las risas, de mi gente, de los adolescentes que crecieron y olvidaron aquel lugar. Tan nuestro todo.

Recordé, llovía… una oportunidad única para correr. Rápido, más velocidad, quería superar la barrera del tiempo para respirar y conservar en mi mente los olores de mi vida.

Desemboqué en el mar, aquella playa, la arena, quizás mi primer beso. Sólo pude reír, ser feliz. No se había olvidado de mí, estaba seguro, pues el ruido de las olas seguía siendo el mismo que entonces.

“Aquí me quedo”, grité. Este es mi sitio, mientras el brindis de mi promesa lo cerraba de rodillas en su orilla.