martes, 1 de noviembre de 2011

Ya no escribo penas, Rafael

Yo ya no escribo más penas Rafael. ¿Para qué? Si “pa” penas ya está el mundo. Yo mejor cojo y en estas líneas, sencillitas y con gracia, te cuento un par de alegrías. Un par o las que se encarten, no vayamos también, con la que está cayendo, a escatimar en sonrisas.

Si me lo permites, amigo, más bien por necesidad, hoy dejo “aparcao” el Cuerno de África. No porque ya no me preocupe, ni mucho menos, sino porque en mi texto esta noche no caben las tragedias ni las injusticias. No merecen mención. Ya cogeré a esos cabrones que tienen a los negritos muriéndose de hambre en otro momento. Tú no te preocupes Rafael, ajustaremos cuentas más adelante. Ellos y mi palabra.

Evito también al sieso de Artur Mas. Es más, valga la redundancia, estos parrafitos te los escribo en andaluz. No por él, que poco o nada me importa, sino porque en mi casa, de chiquitito, me enseñaron a hablar así. Y el acento de mi “mare” y el arte de mi “pare” no los cambio por la malaje de allí, por mucho dinero que tengan.

El paro mejor ni lo menciono. De eso saben más que yo cinco millones de españoles. Uy, perdón, no era mi intención mentirte, cuatro millones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve. Pero vaya, el lunes voy a apuntarme “pa” redondear la cifra.

De los contratos basura tú manejas lo mismo que yo. Me niego a dar las gracias por un trabajo de mierda que no te da ni “pa” tomarte tres cervezas. No tiene “na” que ver el hecho de ser licenciado, no me creo más que nadie. Simplemente, lo considero denigrante. Y si en estos tiempos que corren dicen que ser becario y coger 600 euros a final del mes -lejos de mi tierra y mi familia- es de privilegiado, -con todo el respeto del mundo- les mando al mismísimo carajo. Para privilegiados los Emilios Botines de este lamentable país, con más cara que vergüenza, a ver si esos o sus castas ingresan en sus cuentas lo mismo que nosotros.

Pero no quiero desviarme, que hoy eran otras mis intenciones. Venía a contarte, a ver si a pesar de mi torpeza te puedes llegar a hacer una idea, que el otro día vi desde mi ventana un amanecer. Poco a poco, una gran bola de fuego fue ganándole la batalla al mar, y allí arribita, en el cielo, comenzó a alumbrar y a dar calor a tantos niños y obreros camino del colegio y las fábricas, que cargados con sus maletas empezaban otra jornada.

Esa misma semana pude hacer el amor. Dormí en una cama caliente mientras afuera llovía. Sus manos en mi rostro, y sus ojos clavados en mi mirada. Me reí con mis amigos, los nuevos y los viejos, los de “toa” la vida. Una de esas carcajadas que te dejan sin aliento, que te detienes, respiras, y vuelves a partirte de la risa. “Pa” colmo, mis sobrinos crecen todos con salud. ¿Qué más se puede pedir?

Me inundé de Atlántico, visité la Alhambra y paseé por Sevilla. Leí un buen libro y me senté en un parque, al sol, mientras pasaba las páginas del periódico. Desayuné un par de tostadas y bebí un buen café. Dialogué con un redactor jefe que me ha tratado como a un hijo, y al que le estaré eternamente agradecido. Hice deporte hasta quedar exhausto y me emocioné con una película.

“To” esas cosas, Rafael, y luego tuve la desfachatez, cuando llegué a casa, de quejarme a mi madre del contexto tan difícil que me ha tocado vivir. Y mientras ella asentía, adiviné en sus arrugas una vida mucha más dura que la mía. Por eso, colega, dime tú si lo sabes, cuándo dejé de valorar lo que me rodea, pues por cada cien cosas malas siempre termino encontrando ciento y una buenas.

lunes, 25 de abril de 2011

Un viaje a otro planeta

La volví a encontrar en mi barrio. Sentada en el rincón más oscuro intentaba en vano esconderse del mundo. Caía la noche. Su rostro era iluminado por el fuego. Por una llama, bajo el papel de plata, que calentaba el veneno que inexorablemente la consume con lentitud.

Pasaron años desde la última vez que la vi y las facciones de su cara confesaban la extrema delgadez que oculta bajo la ropa. Su mirada se perdía en el suelo, ella no estaba allí. Viajaba a otro planeta -incluso a lejanas galaxias- sin levantarse un instante del sucio escalón que acogía su cuerpo. Mantenía abiertos, sin pestañear ni un segundo, sus ojos color vidrios. Aquellos que con sólo un guiño volvía loco el corazón de todos los que pasamos la adolescencia en el mismo enclave de la ciudad.

Cuentan las vecinas que a su madre no le quedó un santo al que rezar ni una vela por encender. Por desgracia, no hubo nadie ahí arriba que acogiera los ruegos de quien hoy se ha vuelto una anciana. Mil veces quiso salir de aquella vida infeliz, pero sus fuerzas se agotaron con cada intento. Y ahora quien pasa por su lado no olvida que podría haber sido cualquiera de nuestros hermanos mayores el que hubiese caído por entonces en el abismo.

No levanta la cabeza cuando cruzo su presencia. Absorta permanece en su rutinaria tarea. Una faena a la que se encomendó demasiado joven, y ahora -con poco más de treinta años- los diminutos orificios que recorren su piel morena le recuerdan que erró al escoger el camino.

Justo al atravesar la esquina que me conduce a otra calle, entremezclándose la alegría por verla y la tristeza por su estado, oigo una voz rota que aparta mis pensamientos. “Olé los niños bonitos”, grita mirándome. “Ay si yo pudiera volver atrás. Viviría la vida, sería feliz y me echaría un novio como tú”, dice casi asfixiada por el esfuerzo del tono en el que habla. Un escalofrío recorre mi cuerpo. Nervioso y titubeante sólo me atrevo a responder la obviedad que ambos conocemos: “Todos sabemos que tú siempre pudiste aspirar a más, a mucho más”. Entonces, mostrándome una sonrisa desgastada, regresa contenta al planeta que abandonó para hablarme.

lunes, 14 de marzo de 2011

Cuando hablamos

De repente me vi allí. Sentado en aquel banco. Sujetando sus manos heladas y contemplando la mirada más bonita que jamás había imaginado. Sus labios hablaban del miedo. Del temor a que resonara en la calle un estrépito ruido que rompiese el monótono silencio que envuelve a la noche.

Contaba la represión que llevaron a cabo aquellos que fueron cohibidos. Nunca aprendieron que en la vida no existen vencedores ni vencidos, sino personas halladas en un contexto diferente. Aquel rencor desembocaba en el uso de un idioma como arma política en vez de elemento cultural. Una lengua que trajo marginación, complejos y la pérdida de algún puesto de trabajo ante el desconcierto del castellano parlante.

Narraba sus años, y a la vez, la historia de un país que estuvo en guerra. Recordaba el fuego de los cajeros, la violencia en la calle, los cristales rotos. El afán y el deseo de imponer más fronteras en un mundo libre, que anhela el fin de los aranceles y la caída de cualquier muro de Berlín. Aquí o en Gaza.

Asumía, sin comprender, el papel de los terroristas. De la mal llamada izquierda y del oportunismo en tiempos de elecciones. Cuando se nada a contracorriente. Y aún así -a pesar de que quisieron acallar su voz- de su infinita belleza nacía la libertad para afirmar que ella era lo que quisiera. Española y vasca, o al revés. Como le diese la gana y sin que nadie mandara en su decisión.

En cambio yo, gaditano y andaluz, tuve por vida el océano y el sol. Además de la pobreza, mucha pobreza. De la tierra donde señoritos y terratenientes escupían en los derechos de los jornaleros que a pan y agua vivían. Marineros de bajamar, que robaban en el Atlántico el sustento de sus familias. Parados que cortan puentes. Y por estrépito ruido: el de la guitarra, el cante y el arte.

Que cuando tú y yo hablamos me sobran Sabino Arana y Blas Infante. Dioses que creen haber inventado una patria. Que cuando tú y yo hablamos… hablan los pueblos, el tuyo y el mío. Habla Carlos Cano, Pío Baroja, Picasso y su Guernica. Mi madre, que también vino a Euskadi. Habla el emigrante andaluz y el obrero vasco. Habla tu lluvia y mi sequía, tus montañas y mis dunas. Tu hermoso paisaje verde y mis envidiables vistas celestes.

Si nos miramos al espejo nada tenemos que ver con una España que nos marginó. O quizás, precisamente, ese es el factor de unión que envuelve a los territorios de este injusto país. Todos fuimos oprimidos, maltratados y tuvimos que perdonar para conseguir vivir en paz.

Que cuando tú y yo hablamos, miro los ojos que me recuerdan al azul del mar sobre el que te hablé. Que cuando tú y yo hablamos sólo puedo decirte que más miedo da el no verte que las bombas y los cristales rotos. Y que cambio –sin pensarlo- el calor de mi tierra por la frialdad de tus manos.