miércoles, 2 de mayo de 2012

Tributo a Ellroy

Su mirada perdida apunta hacia la ventana del pub. La lluvia cae, como siempre, y el agua resbala persistente por los cristales. Una cerveza sobre la mesa y en la televisión el partido más esperado del año, Barça/Madrid o Madrid/Barça, tanto da. Su atención intenta centrarse en el fútbol, pero siempre termina en la lluvia, maldita lluvia, ¿escampará algún día en este oscuro país?

Echa un vistazo a su alrededor y no se reconoce. Observa la pantalla y se da cuenta de cuanto echa de menos el fútbol, aun teniéndolo delante. Sonríe con desgana y le viene a la mente la imagen idealizada dibujada por Nick Hornby en ‘Fiebre en las gradas’. “Si luego viene un cultureta y me llama superficial es porque en su puta vida se ha parado a leer ese libro”, susurra.

Cómo no añorar algo tan suyo. Apenas supo andar, aprendió a golpear una pelota de plástico en el salón de su casa. Le enseñaron sus hermanos y la madre regañaba a sus tres niños porque ese no era sitio para dar balonazos, no le faltaba razón. Luego en la plaza de su barrio, el colegio o la playa. Los domingos de bufanda -amarilla y azul- y los sábados madrugones para jugar con el equipo. Exámenes que estudiaba la noche antes, pues el entreno le había cortado la tarde. Y amigos, muchos amigos. En la Universidad, en otra ciudad, en cualquier parte… Es imposible no querer algo tan suyo, su infancia le recuerda un cielo celeste, el Atlántico y una pelota de fútbol.

“¡Qué de tiempo sin jugar, sin ir al estadio!”, dice sin atender apenas al partido. De nuevo la mirada se posa en la ventana. Las nubes ennegrecen un paisaje que ya es gris de por sí. En aquella ciudad nunca sale el sol, y si aparece, lo hace sin fuerzas, con miedo, a escondidas. De esa primera pasión nació la segunda. Cada mediodía llegaba su padre a su casa con el Diario bajo el brazo. La sección de deportes era su favorita, al principio la única, suerte que con el tiempo abrió un poco su abanico. Leyó Local, Cultura, Nacional… Y cuando quiso darse cuenta se había prendado del periodismo, o de la imagen idealizada que tenía sobre esa profesión. De unos periodistas a los que imaginaba fumando, hablando a voces, bebiendo café y diciendo tacos. Sin embargo, las redacciones se han vueltos muy limpias, quizás demasiado…

Le dijeron que para aprender a escribir primero había que leer. Leyó, de hecho no paró. Tanto que un día por casualidad, mientras compraba el extinto periódico Público, dio a parar con ‘Clandestino’, un libro de James Ellroy. Hablaba del prodigio, del talento y una existencia que giraba en torno a él. Sin embargo, la suya hacía mucho que había dejado de tener el más mínimo prodigio. No sabe de qué manera le habían embaucado para haber emigrado y sentir que era la única salida. Y allí estaba, fregando platos diez horas al día, balbuceando un idioma desconocido y con ansias de volver a su casa cada mañana, todas las noches.

Cumplió con sus obligaciones. Estudió, trabajó- sin cobrar- y se exilió de su país. Sin embargo, se sentía un extraño en un lugar extraño. No conocía la ciudad, pero tampoco se reconocía él. Con su marcha solo había conseguido dos cosas, que su exnovia se tirara a otro en su ausencia; y no escribir ni un párrafo durante meses. Vaya vida de prodigio…

Quizás por eso no terminó de ver el partido. Quizás por eso cogió el primer bus a casa y mientras, cansado, se mojaba por el camino, recordaba a cada uno de los familiares de Zapatero, Rajoy, Merkel, Sarkozy, Botín, Soraya, Lehman Brothers, Urdangarín y un largo etcétera de especuladores, millonarios e incompetentes. Representantes de la más rancia humanidad, que le robaron un trabajo digno, y ahora, le pedían que viviera en esa ‘tierra prometida’. Quizás por ello cuando llegó encendió el ordenador sin mediar palabras y mientras buscaba el primer vuelo de vuelta a España escribió su primera línea: “James Ellroy nunca lo sabrá pero un día me devolvió la vida”, ese fue su testamento. Una página escrita y una cerveza por acabar.