viernes, 22 de junio de 2012

Cautiverio

La luna del desierto entraba entre los barrotes de la ventana e iluminaba la habitación. Una pequeña celda adornada por un colchón en una de las esquinas e inundada por un hedor que mezclaba orina y sudor. Llevaba ya tiempo la judía sin contar los días que llevaba encerrada allí, en mitad de quién sabe qué lugar. Con sus manos tocaba un rostro cada vez más delgado y hacía inútiles esfuerzos para mantener desenredada su melena.

Las noches se hacían infinitas pero siempre aparecía él, a la misma hora que las estrellas. Tez morena, espeso cabello negro y ojos profundos. La miraba de otra manera, con más ternura que el resto de raptores, aunque apenas intercambiaran tres frases. No paraba de repetir que le daría cuanto dinero quisiera si la dejaba escapar. Si abría la puerta y permitía que deambulara por las dunas del desierto en busca de la libertad, quizás hasta muriera en el intento.

Él nunca respondía, y si lo hacía, con su profundo acento moruno le repetía que Alá siempre estaba de testigo, y que además sus pueblos llevaban décadas en guerra. Aunque luego, en la intimidad de la madrugada, de reojo, se apiadaba por las lágrimas de la prisionera.

A su callada manera el musulman maldecía el destino de sus razas, árabe y judía, condenadas al odio. No entendía por qué aquella mujer, con los dientes más bonitos y perfectos que había visto jamás, debía permanecer encarcelada mientras esperaba una muerte que ya había sido anunciada. Detestaba su dinero e incluso la desconocida vida que tendría lejos del cautiverio. Sin embargo, amaba la valentía de quien no teme a Dios en la tierra. Sin duda, ella era distinta a aquellos que lanzaban bombas sobre su poblado.

miércoles, 2 de mayo de 2012

Tributo a Ellroy

Su mirada perdida apunta hacia la ventana del pub. La lluvia cae, como siempre, y el agua resbala persistente por los cristales. Una cerveza sobre la mesa y en la televisión el partido más esperado del año, Barça/Madrid o Madrid/Barça, tanto da. Su atención intenta centrarse en el fútbol, pero siempre termina en la lluvia, maldita lluvia, ¿escampará algún día en este oscuro país?

Echa un vistazo a su alrededor y no se reconoce. Observa la pantalla y se da cuenta de cuanto echa de menos el fútbol, aun teniéndolo delante. Sonríe con desgana y le viene a la mente la imagen idealizada dibujada por Nick Hornby en ‘Fiebre en las gradas’. “Si luego viene un cultureta y me llama superficial es porque en su puta vida se ha parado a leer ese libro”, susurra.

Cómo no añorar algo tan suyo. Apenas supo andar, aprendió a golpear una pelota de plástico en el salón de su casa. Le enseñaron sus hermanos y la madre regañaba a sus tres niños porque ese no era sitio para dar balonazos, no le faltaba razón. Luego en la plaza de su barrio, el colegio o la playa. Los domingos de bufanda -amarilla y azul- y los sábados madrugones para jugar con el equipo. Exámenes que estudiaba la noche antes, pues el entreno le había cortado la tarde. Y amigos, muchos amigos. En la Universidad, en otra ciudad, en cualquier parte… Es imposible no querer algo tan suyo, su infancia le recuerda un cielo celeste, el Atlántico y una pelota de fútbol.

“¡Qué de tiempo sin jugar, sin ir al estadio!”, dice sin atender apenas al partido. De nuevo la mirada se posa en la ventana. Las nubes ennegrecen un paisaje que ya es gris de por sí. En aquella ciudad nunca sale el sol, y si aparece, lo hace sin fuerzas, con miedo, a escondidas. De esa primera pasión nació la segunda. Cada mediodía llegaba su padre a su casa con el Diario bajo el brazo. La sección de deportes era su favorita, al principio la única, suerte que con el tiempo abrió un poco su abanico. Leyó Local, Cultura, Nacional… Y cuando quiso darse cuenta se había prendado del periodismo, o de la imagen idealizada que tenía sobre esa profesión. De unos periodistas a los que imaginaba fumando, hablando a voces, bebiendo café y diciendo tacos. Sin embargo, las redacciones se han vueltos muy limpias, quizás demasiado…

Le dijeron que para aprender a escribir primero había que leer. Leyó, de hecho no paró. Tanto que un día por casualidad, mientras compraba el extinto periódico Público, dio a parar con ‘Clandestino’, un libro de James Ellroy. Hablaba del prodigio, del talento y una existencia que giraba en torno a él. Sin embargo, la suya hacía mucho que había dejado de tener el más mínimo prodigio. No sabe de qué manera le habían embaucado para haber emigrado y sentir que era la única salida. Y allí estaba, fregando platos diez horas al día, balbuceando un idioma desconocido y con ansias de volver a su casa cada mañana, todas las noches.

Cumplió con sus obligaciones. Estudió, trabajó- sin cobrar- y se exilió de su país. Sin embargo, se sentía un extraño en un lugar extraño. No conocía la ciudad, pero tampoco se reconocía él. Con su marcha solo había conseguido dos cosas, que su exnovia se tirara a otro en su ausencia; y no escribir ni un párrafo durante meses. Vaya vida de prodigio…

Quizás por eso no terminó de ver el partido. Quizás por eso cogió el primer bus a casa y mientras, cansado, se mojaba por el camino, recordaba a cada uno de los familiares de Zapatero, Rajoy, Merkel, Sarkozy, Botín, Soraya, Lehman Brothers, Urdangarín y un largo etcétera de especuladores, millonarios e incompetentes. Representantes de la más rancia humanidad, que le robaron un trabajo digno, y ahora, le pedían que viviera en esa ‘tierra prometida’. Quizás por ello cuando llegó encendió el ordenador sin mediar palabras y mientras buscaba el primer vuelo de vuelta a España escribió su primera línea: “James Ellroy nunca lo sabrá pero un día me devolvió la vida”, ese fue su testamento. Una página escrita y una cerveza por acabar.

martes, 1 de noviembre de 2011

Ya no escribo penas, Rafael

Yo ya no escribo más penas Rafael. ¿Para qué? Si “pa” penas ya está el mundo. Yo mejor cojo y en estas líneas, sencillitas y con gracia, te cuento un par de alegrías. Un par o las que se encarten, no vayamos también, con la que está cayendo, a escatimar en sonrisas.

Si me lo permites, amigo, más bien por necesidad, hoy dejo “aparcao” el Cuerno de África. No porque ya no me preocupe, ni mucho menos, sino porque en mi texto esta noche no caben las tragedias ni las injusticias. No merecen mención. Ya cogeré a esos cabrones que tienen a los negritos muriéndose de hambre en otro momento. Tú no te preocupes Rafael, ajustaremos cuentas más adelante. Ellos y mi palabra.

Evito también al sieso de Artur Mas. Es más, valga la redundancia, estos parrafitos te los escribo en andaluz. No por él, que poco o nada me importa, sino porque en mi casa, de chiquitito, me enseñaron a hablar así. Y el acento de mi “mare” y el arte de mi “pare” no los cambio por la malaje de allí, por mucho dinero que tengan.

El paro mejor ni lo menciono. De eso saben más que yo cinco millones de españoles. Uy, perdón, no era mi intención mentirte, cuatro millones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve. Pero vaya, el lunes voy a apuntarme “pa” redondear la cifra.

De los contratos basura tú manejas lo mismo que yo. Me niego a dar las gracias por un trabajo de mierda que no te da ni “pa” tomarte tres cervezas. No tiene “na” que ver el hecho de ser licenciado, no me creo más que nadie. Simplemente, lo considero denigrante. Y si en estos tiempos que corren dicen que ser becario y coger 600 euros a final del mes -lejos de mi tierra y mi familia- es de privilegiado, -con todo el respeto del mundo- les mando al mismísimo carajo. Para privilegiados los Emilios Botines de este lamentable país, con más cara que vergüenza, a ver si esos o sus castas ingresan en sus cuentas lo mismo que nosotros.

Pero no quiero desviarme, que hoy eran otras mis intenciones. Venía a contarte, a ver si a pesar de mi torpeza te puedes llegar a hacer una idea, que el otro día vi desde mi ventana un amanecer. Poco a poco, una gran bola de fuego fue ganándole la batalla al mar, y allí arribita, en el cielo, comenzó a alumbrar y a dar calor a tantos niños y obreros camino del colegio y las fábricas, que cargados con sus maletas empezaban otra jornada.

Esa misma semana pude hacer el amor. Dormí en una cama caliente mientras afuera llovía. Sus manos en mi rostro, y sus ojos clavados en mi mirada. Me reí con mis amigos, los nuevos y los viejos, los de “toa” la vida. Una de esas carcajadas que te dejan sin aliento, que te detienes, respiras, y vuelves a partirte de la risa. “Pa” colmo, mis sobrinos crecen todos con salud. ¿Qué más se puede pedir?

Me inundé de Atlántico, visité la Alhambra y paseé por Sevilla. Leí un buen libro y me senté en un parque, al sol, mientras pasaba las páginas del periódico. Desayuné un par de tostadas y bebí un buen café. Dialogué con un redactor jefe que me ha tratado como a un hijo, y al que le estaré eternamente agradecido. Hice deporte hasta quedar exhausto y me emocioné con una película.

“To” esas cosas, Rafael, y luego tuve la desfachatez, cuando llegué a casa, de quejarme a mi madre del contexto tan difícil que me ha tocado vivir. Y mientras ella asentía, adiviné en sus arrugas una vida mucha más dura que la mía. Por eso, colega, dime tú si lo sabes, cuándo dejé de valorar lo que me rodea, pues por cada cien cosas malas siempre termino encontrando ciento y una buenas.

lunes, 25 de abril de 2011

Un viaje a otro planeta

La volví a encontrar en mi barrio. Sentada en el rincón más oscuro intentaba en vano esconderse del mundo. Caía la noche. Su rostro era iluminado por el fuego. Por una llama, bajo el papel de plata, que calentaba el veneno que inexorablemente la consume con lentitud.

Pasaron años desde la última vez que la vi y las facciones de su cara confesaban la extrema delgadez que oculta bajo la ropa. Su mirada se perdía en el suelo, ella no estaba allí. Viajaba a otro planeta -incluso a lejanas galaxias- sin levantarse un instante del sucio escalón que acogía su cuerpo. Mantenía abiertos, sin pestañear ni un segundo, sus ojos color vidrios. Aquellos que con sólo un guiño volvía loco el corazón de todos los que pasamos la adolescencia en el mismo enclave de la ciudad.

Cuentan las vecinas que a su madre no le quedó un santo al que rezar ni una vela por encender. Por desgracia, no hubo nadie ahí arriba que acogiera los ruegos de quien hoy se ha vuelto una anciana. Mil veces quiso salir de aquella vida infeliz, pero sus fuerzas se agotaron con cada intento. Y ahora quien pasa por su lado no olvida que podría haber sido cualquiera de nuestros hermanos mayores el que hubiese caído por entonces en el abismo.

No levanta la cabeza cuando cruzo su presencia. Absorta permanece en su rutinaria tarea. Una faena a la que se encomendó demasiado joven, y ahora -con poco más de treinta años- los diminutos orificios que recorren su piel morena le recuerdan que erró al escoger el camino.

Justo al atravesar la esquina que me conduce a otra calle, entremezclándose la alegría por verla y la tristeza por su estado, oigo una voz rota que aparta mis pensamientos. “Olé los niños bonitos”, grita mirándome. “Ay si yo pudiera volver atrás. Viviría la vida, sería feliz y me echaría un novio como tú”, dice casi asfixiada por el esfuerzo del tono en el que habla. Un escalofrío recorre mi cuerpo. Nervioso y titubeante sólo me atrevo a responder la obviedad que ambos conocemos: “Todos sabemos que tú siempre pudiste aspirar a más, a mucho más”. Entonces, mostrándome una sonrisa desgastada, regresa contenta al planeta que abandonó para hablarme.

lunes, 14 de marzo de 2011

Cuando hablamos

De repente me vi allí. Sentado en aquel banco. Sujetando sus manos heladas y contemplando la mirada más bonita que jamás había imaginado. Sus labios hablaban del miedo. Del temor a que resonara en la calle un estrépito ruido que rompiese el monótono silencio que envuelve a la noche.

Contaba la represión que llevaron a cabo aquellos que fueron cohibidos. Nunca aprendieron que en la vida no existen vencedores ni vencidos, sino personas halladas en un contexto diferente. Aquel rencor desembocaba en el uso de un idioma como arma política en vez de elemento cultural. Una lengua que trajo marginación, complejos y la pérdida de algún puesto de trabajo ante el desconcierto del castellano parlante.

Narraba sus años, y a la vez, la historia de un país que estuvo en guerra. Recordaba el fuego de los cajeros, la violencia en la calle, los cristales rotos. El afán y el deseo de imponer más fronteras en un mundo libre, que anhela el fin de los aranceles y la caída de cualquier muro de Berlín. Aquí o en Gaza.

Asumía, sin comprender, el papel de los terroristas. De la mal llamada izquierda y del oportunismo en tiempos de elecciones. Cuando se nada a contracorriente. Y aún así -a pesar de que quisieron acallar su voz- de su infinita belleza nacía la libertad para afirmar que ella era lo que quisiera. Española y vasca, o al revés. Como le diese la gana y sin que nadie mandara en su decisión.

En cambio yo, gaditano y andaluz, tuve por vida el océano y el sol. Además de la pobreza, mucha pobreza. De la tierra donde señoritos y terratenientes escupían en los derechos de los jornaleros que a pan y agua vivían. Marineros de bajamar, que robaban en el Atlántico el sustento de sus familias. Parados que cortan puentes. Y por estrépito ruido: el de la guitarra, el cante y el arte.

Que cuando tú y yo hablamos me sobran Sabino Arana y Blas Infante. Dioses que creen haber inventado una patria. Que cuando tú y yo hablamos… hablan los pueblos, el tuyo y el mío. Habla Carlos Cano, Pío Baroja, Picasso y su Guernica. Mi madre, que también vino a Euskadi. Habla el emigrante andaluz y el obrero vasco. Habla tu lluvia y mi sequía, tus montañas y mis dunas. Tu hermoso paisaje verde y mis envidiables vistas celestes.

Si nos miramos al espejo nada tenemos que ver con una España que nos marginó. O quizás, precisamente, ese es el factor de unión que envuelve a los territorios de este injusto país. Todos fuimos oprimidos, maltratados y tuvimos que perdonar para conseguir vivir en paz.

Que cuando tú y yo hablamos, miro los ojos que me recuerdan al azul del mar sobre el que te hablé. Que cuando tú y yo hablamos sólo puedo decirte que más miedo da el no verte que las bombas y los cristales rotos. Y que cambio –sin pensarlo- el calor de mi tierra por la frialdad de tus manos.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Su barrio, Baker Street



Al salir de mi habitación contemplé su cuerpo dormido en la butaca. Era tarde, de noche. Su cabello poblado lucía unas canas irreconocibles. Me detuve. Lentamente le arropé con mi manta, mientras rogaba que no la visitara el tiempo ni las horas, pues no quería perderme ni un segundo de su vejez.

Abrí la puerta sin abrocharme el último botón de mi abrigo. En la ventana la estampa de mi infancia, la que contemplé de niño cuando cenaba de madrugaba. La vista que me acompañaba al soñar con mi futuro.

Paseé por las calles que no aparecen en ningún libro. Los escalones de las risas, de mi gente, de los adolescentes que crecieron y olvidaron aquel lugar. Tan nuestro todo.

Recordé, llovía… una oportunidad única para correr. Rápido, más velocidad, quería superar la barrera del tiempo para respirar y conservar en mi mente los olores de mi vida.

Desemboqué en el mar, aquella playa, la arena, quizás mi primer beso. Sólo pude reír, ser feliz. No se había olvidado de mí, estaba seguro, pues el ruido de las olas seguía siendo el mismo que entonces.

“Aquí me quedo”, grité. Este es mi sitio, mientras el brindis de mi promesa lo cerraba de rodillas en su orilla.

viernes, 24 de septiembre de 2010

El chico de pelo rizado




“No te atreves”, dijo con voz desafiante. Maldita mi suerte y esa incitante frase, pensé. Otro lío más, no sé cuantos van ya. Discusión, castigo y cabreo, la misma relación de sucesos a la que empiezo acostumbrarme. ¿Qué quieren que les diga? ¿Qué no? Si en el fondo es divertido.

Inmaduro, pasota, egoísta… lo de siempre, el discurso inquebrantable. Aquel que entra por un oído y al instante sale por el otro.

Una noche más llegaré a mi casa, allí me esperarán con la cara larga, deseosos de una replica para contraatacar con un golpe. Pero no, tengo dignidad. Agacho la cabeza, asiento y voy directo a mi cuarto, no soy un caradura.

“Cuando vas a centrarte”, me dicen. No por ahora, reflexiono, aunque no me atrevo a decirlo en voz alta. “Estudia, ayuda a tu padre, lee, ve alguna película”, repiten una y otra vez. ¿Por qué? Si me aburre. Quieren convertir sus valores en los míos, no me apetece, no quiero. Soy más sencillo, mi eterna inocencia se traduce en verla cada tarde abajo en la plazoleta. En joder con una gamberrada al vecino pesado de siempre. Ese que me prohíbe jugar con un balón, pues el muy flojo se ve con más derecho a dormir tres horas de siesta. Sí, el pesado de bigote. El que me habla de valores, me riñe y mira por encima del hombro mientras de puerta para adentro es un cabrón con su mujer.
¿A mí vas a darme lecciones? Al menos me tiemblan las piernas cuando ella me mira y se ríe. Cuando de su boca sale un dulce “estás loco” tras dar un pelotazo en la ventana de tu cuarto.

Que si sólo quiero videoconsola e Internet. ¿Qué sabrán ellos? En la tele los de siempre, todos saben más que yo: “antes a mi generación le bastaba un trompo y tres estampas, nos divertíamos con menos, en cambio los niños de hoy en día…”, afirman. Pues ya serías tonto, colega, para pasar los días bailando un trompo. Ahora comprendo la herencia que me estáis dejando. Un país hundido en la miseria, una Universidad a la que no podré acceder por cuestiones económicas, un pésimo sistema educativo en el que estudio para aprobar, pues nada aprendo, paro y cambio climático. Una mierda, vaya.

Encima el viejo fascista que se sienta en el banco que usamos de portería me llama niñato, y me obliga a guardarle respeto por el hecho de ser mayor. “Cállate”, le digo, para dos días que te quedan y vives amargado. En mi clase hay un negro, tres gitanos y dos homosexuales. Todos nos tratamos igual. Eso es tolerancia y no lo que tú proclamas.

Pues eso, amigo, que me atrevo. Ojalá siempre sea así y nunca me entre miedo, que nunca se agote mi infinito valor y me convierta en uno de ellos. Un espíritu rebelde, con causa o sin ella, y al que no le guste… ya lo dijo Maradona: Qué la chupe, que la siga chupando…