lunes, 15 de febrero de 2010

Recuerdos


Una vieja caja de cartón rompe por un instante la rutina de su vida. Monotonía ocupada por una familia, hipotecas, vivienda y un trabajo muy lejano a aquel sueño estúpido de cambiar el mundo a través de su pluma.

Entre el gabinete de comunicación, sus hijos y obligaciones como padre y esposo poco tiempo le queda para preguntarse si realmente es la persona que un día se prometió a si mismo que sería. Un soñador empedernido, sin ataduras ni miedos, que jamás vendería sus escritos a los intereses capitalistas. Un joven idealista que prometió no ser, entre cervezas y botellones con sus amigos y compañeros de facultad, el típico modelo estándar de una sociedad homogénea.

Aquella caja de cartón polvorienta remonta sus pensamientos a los que, sin duda, fueron los mejores años de su existencia. Periodo intenso, ocupado por noches alargadas hasta el día, cultura en los pasillos, las aulas y los bares. Deporte, amor y promesas de amistad eterna.

Con melancolía, sujeta entre sus manos una antigua postal de la Alhambra, un recuerdo – que valga la redundancia– le recuerda que nunca estuvo solo en el camino que eligió. Fotos con cordobeses, jiennenses, gaditanos, extremeños, canarios y sevillanos, que tienen de fondo cualquier rincón del barrio Santa Cruz, de la plaza del Salvador o la Cartuja.

Su mente se inunda de nostalgia, llegando a la conclusión de que las personas son más felices cuanto más sencillas sean, que no simples.

Sencillez que consiste en compartir piso, cuarto de baño, cocina e intimidad con tres personas más, riéndote, sin preocupación, de aquello a lo que llaman soledad. Descubrir que dormir acompañado en una cama pequeña es mucho más placentero que descansar en un lecho holgado, pues los abrazos que acompañan tu despertar sustituyen a las horas de sueño.

Apreciar la sensación tan dulce que se siente cuando sabes que tu único problema es aprobar una asignatura. Y burlarse –como me enseñó un amigo de la antigua capital del califato– de cualquier adversidad, pues estas son más llevaderas si las acompaña con una sonrisa.

Beber, leer, aprender, observar. Faltar a clase para tomarte un café. Tocar fondo tres veces por semana, saborear las derrotas, los éxitos y los fracasos. Apoyarte en el hombro de un hermano que tiempo atrás fue un desconocido. Sensaciones que tan sólo puedes experimentar en la alocada juventud.

El paréntesis de la monotonía se rompe cuando el reloj marca las seis. Hora de coger el coche e introducirse en un atasco para recoger a los niños. Con cariño, vuelve a introducir en la caja de forma desorganizada los apuntes garabateados, las fotos y postales, ya que aquellos años nunca fueron ordenados.

Una extraña sensación recorre su cuerpo. Aunque su rostro, finalmente, se decanta por una leve y boba sonrisa. “Al fin y al cabo”, piensa en voz alta, “yo puedo afirmar que la felicidad existe”, y que ésta puede encontrarse en cualquier esquina, aunque a veces estamos tan ciegos que pasa desapercibida entre nosotros.

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